Una casa común
Fordham University – Nueva York
En la segunda semana del pasado julio, en la mitad de un verano lleno de luz y, por fortuna, no tan caliente, estuve en la Universidad de Fordham en Nueva York tomando el curso de formación para enseñar el curso AP de Literatura y Cultura Hispanoamericana. Durante los cinco días programados para el curso, dormí en las residencias del campus del Lincoln Center de la Universidad, en el corazón de Manhattan, en donde están las oficinas y los salones de las facultades más pequeñas, entre ellas la de Educación. Pese a estar lejos del campus principal -el de ese edificio de aire medieval que aparece rodeado de cerezos en las páginas de internet-, mi estadía no pudo ser mejor: a dos cuadras del Central Park, a otras dos del Lincoln Center y sobre una de las avenidas más ricas en restaurantes pequeños del West Side, no me quedé quieto ni un minuto. No había -¿cuándo lo hay? -tiempo que perder.
Las sesiones empezaban a las 8:00 de la mañana (que, es preciso decir, en el modo de vida del verano equivale a las 6:30 de nuestras latitudes) y terminaban a las 5:00 de la tarde. No había receso, no podía haberlo: en tan sólo cuarenta y cinco horas debíamos cubrir casi nueve siglos de la historia de la literatura y la cultura de "Hispanoamérica" (palabra que, de por sí, es ya un enigma de esfinge, un nudo gordiano). Nueve siglos, más de diez movimientos literarios, un glosario siempre incompleto de figuras retóricas, y treinta y ocho textos de todos los géneros, desde los perversos "ejemplos" del Conde Lucanor hasta los monólogos paranoicos de Rosa Montero, pasando, claro, por los Nombres, los nombres con mayúscula (qué decir del Siglo de Oro, qué decir de Borges y Rulfo, qué decir de Cortázar y García Márquez...) y algunas joyas en minúscula. Cuarenta y cinco horas elásticas, también, para una maratón de experiencias pedagógicas por compartir: cómo acercar a los estudiantes al castellano de Cervantes y Góngora, cómo ayudarlos a establecer vínculos con productos culturales de sociedades y épocas tan distintas, cómo guiarlos para trazar las rutas y las preguntas que enlazan los textos del curso; sin más, cómo leer con ellos. Cuarenta y cinco horas, en breve, para mucho, muchísimo más de los segundos que pueden contarse en cuarenta y cinco horas.
Dentro del grupo de profesores, que hicimos con gusto las veces de estudiantes, yo era el único que venía de Suramérica (aunque bien al norte...), el único que ya había enseñado el curso (había terminado mi carrera nogalista justo un mes antes), el único que hablaba español como su lengua madre y, además, el único hombre. La gran mayoría de mis compañeras eran "Spanish Heritage Speakers" -como ellas mismas se presentaban- cuya relación con nuestra lengua era la de esa extraña cercanía, esa intimidad borrosa, que se siente con las palabras de los abuelos. De las cuarenta y cinco horas en que estuvimos reunidos, mi impresión constante fue que, entre la risa y la perplejidad, yo era para ellas un pedazo de esa otra fracción del mundo, ese otro tiempo, esa otra manera de hablar y de sentir que se había quedado en la tierra natal de sus "ancestros" (para citar sus palabras); esa tierra que también era y sigue siendo suya desde lejos. Más allá de todas las palabras que compartimos, más allá de lo mucho que aprendí de ese otro español suyo que también resuena en el nuestro, creo que lo que ya no podré olvidar de esos días en Fordham es la extrañeza con la que todas ellas me miraban: yo, el más joven entre todos, más joven incluso que algunos de sus estudiantes, era para ellas también el más viejo.
El día del inicio del curso llegué justo a tiempo al salón asignado y lo encontré solo. Después de mirar por un momento el pedacito del río que alcanzaba a verse desde ese décimo piso y no encontrar una manera de bajar la intensidad del aire acondicionado, me dispuse a salir del salón, convencido de que estaba en el lugar equivocado. La puerta la abrió, entonces, una mujer pequeña y canosa con una bandeja de frutas en las manos. Mi primer contacto con Martha Loyola, la encantadora instructora cubana del curso, tuvo lugar mientras recogíamos los restos del melón, las uvas y los duraznos enlatados que ella traía para compartir con nosotros. El último día, el de la despedida, después de haber compartido las frutas de muchas bandejas como aquella primera, Martha me dijo que cada curso de formación del AP era, para ella, como una gran fiesta familiar en la que, a pesar de las diferentes procedencias de los invitados, lo único que se comparte y que resuena en el aire –lo único familiar, en estricto sentido- es la lengua que todos hablamos. Viejos y jóvenes, vivos y muertos, del norte o del sur, nativos o herederos, todos resonamos con una vibración común. Quizá sea eso lo más poderoso que quisiera que mis estudiantes del AP comprendieran conmigo: que la lengua que compartimos –su historia, sus mundos y sus formas infinitas- es nuestra única casa, la que siempre llevamos, la que siempre nos lleva.
Juan Diego Pérez
Profesor de Español y Literatura
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